martes, 7 de febrero de 2012

TRAVESÍAS EN EL CENTRO COMERCIAL

    El otro día me vi en casa sin palabras. Era sábado y necesitaba con urgencía palabras y, eso que soy una persona tirando a callada. Pero las palabras son también necesarias para pensar, o hablar con uno mismo. Acostumbro a guardar las palabras en un cajón que tengo, junto al armario de los zapatos. Pero una cosa llegó a la otra, y me ví, de la noche a la mañana, sin palabras. Claro, que podía llamar a los amigos y pedirles palabras prestadas. Pero los complejos me frenaron y no conseguí llamarlos por teléfono. Así que después de comer, no me acuerdo que comí, pues me había quedado sin palabras, me fuí para el Centro Comercial. Los centros comerciales no me gustan. Son como modernos campos de concentraciones. La gente parecemos idiota. Buscando ¿qué? Algún producto que nos haga felices de una VEZ Y PARA SIEMPRE! Pero  esa felicidad siempre es efímera. Cómo todo, como nada. Por cierto, felicidad es una palabra que esconde un concepto feliz. ¿Pero realmente es feliz la felicidad?
   Cuando al fin me encontré en el centro comercial, me sentí como un astronauta entre sanguijuelas de papel y sardinas de algodón. Entonces me dispuse a alcanzar mi objetivo. Pero claro ¿dónde encontraría yo una tienda de palabras? Entonces una bombilla se me encendió en el cerebro. Bombilla y cerebro, dos palabras. Entonces una tienda de Movileches me invitó a entrar en su atractiva (que no húmeda) boca. Me dirigí al mostrador. Una joven, con los ojos marrones y los cabellos rojizos, me atendió.
-Hola buenas tardes ¿qué desea?
-Verá quiero un kilo de palabras
-¿De que tipología?
-Verá quiero unas cuantas preposiciones, veinte adjetivos, quince verbos de los cuales cinco sean copulativos. Y las demás que sean sustantivos y adverbios
-Muy bien, pero tendrá que esparar un cuarto de hora. ¿Porqué no da una vuelta, y cuando venga ya tendré sus palabras preparadas?
 Esta vez no dije nada. Pues no me quedaba ni las palabras de emergencia, que uno suele tener en estos casos. A continuación me dí un baño entre contribuyentes anónimos, que como yo, iban en busca de no sé que exactamente. En aquel extraño lugar había tiendas de todo: de ropa, de discos, de libros, de amores  sutilmente empaquetados en perfumes bien seleccionados, de teletransportadores para transportar las ondas más ondulantes que fabrica uno mismo, ¡qué sé yo! Un poco más y me mareo. Soy una persona débil, me faltaría comer más fibra.  Al fin pasó el cuarto de hora. Y mis pies me retornaron a la tienda de Movileches. Y efectivamente, aquella hermosa dependienta ya tenía mis palabras, Pagué al contado. Ella me dió una bolsa con las palabras que había solicitado. Una bolsa de plástico con el nombre de Movileches impreso en el exterior, La chica me sonrió, y me puse tonto. Estuve bien a punto de pedirle en matrimonio. Uno ya tiene una edad y, la soledad a veces se hace muy muy dura.  Tan dura, que parece que el hilo de la existencia ahorque el corazón tan seco de uno, como si fuera un tetrabric de vino DON GRANFUEL vacío.
 Me despedí de la chica con un QUEVAYABIEN
-Adiós Dani ya nos veremos.
Me quedé a cuadros ¿cómo sabia mi nombre, aquella joven y hermosa dependienta?
Acto seguido me fui a casa con palabras nuevas y frescas, a escribir ésta historia, que pudiendo ser pura fantasía mía, no deja de ser  más auténtica que muchas. ¿O no?

Dani Torralba, febrero 2012.

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