A veces en el curro pongo el piloto automático. Mis manos teclean un idiota ordenador, mientras me voy con la imaginación por ahí.
Para empezar un taxi me lleva al aeropuerto. Una vez allí, me monto en un avión en dirección a la India. Durante las horas de vuelo aprovecho para pensar en esto y en aquello. Cuando al fin piso tierras indias, o hindúes, me transformo en otro ser sin apenas dejar de ser yo mismo. Me viene a la memoria las lecturas del siempre genial Raimon Panniker, que no dejan de ser interesantes. Luego me instalo en un hotel en Nueva Delhi. El cerebro me da un vuelco, pues la vida allí no se parece en nada a la vida que llevo en l'Hospitalet del Llobregat. Claro, que es una India totalmente imaginaria, pero al fin y al cabo una cosa no quita la otra. Pues en el fondo toda realidad acaba por ser más ficticia que la propia imaginación.
El caso es que paseando por las calles densas de Nueva Delhi, alimento todos mis sentidos de otra forma de vivir. Percibo todo tipo de gente. Señores con bigote y turbante que van y vienen según las cordenadas que marca su destino. Reconozco también un toque de modernidad, pues la globalidad ha inundado, o aspira a inundar cada rincón del planeta. Me dejo envolver de cierta contaminación como en toda urbe importante.
El caso es que paseando por las calles densas de Nueva Delhi, alimento todos mis sentidos de otra forma de vivir. Percibo todo tipo de gente. Señores con bigote y turbante que van y vienen según las cordenadas que marca su destino. Reconozco también un toque de modernidad, pues la globalidad ha inundado, o aspira a inundar cada rincón del planeta. Me dejo envolver de cierta contaminación como en toda urbe importante.
Entonces llega un punto dónde mis pasos tuercen por una calle estrecha y misteriosa. Después entro en una especie de templo ajardinado dónde hay una especie de altar. Y sobre él me encuentro sentado sobre sus piernas cruzadas, a una especie de maestro con una barba espesa, blanca y larga meditando. Entonces un servidor se pone también a meditar. Y entre ejercicios respiratorios entro en un estado puro de consciencia. Entonces me doy cuenta que el Yo no existe. Sólo es un invento para que el empresario sepa, en un momento dado, cuantos empleados (o pringados) cumplen verdaderamente en su empresa.
Llegado a este punto vuelvo a la realidad. Me reencuentro con mis colegas de oficina y vuelve al deber más gris y bobo. Miro el reloj, todavía faltan unas horas para irse a casa. Suspiro mientras me doy cuenta que necesito un café. Me levanto dirigiéndome a la sala de descanso.
Ya con el café en la mano, doy gracias a los dioses por tener la capacidad de recorrer el mundo a cualquier hora.
Y es que uno no es más feliz, porque no quiere. (aparte que la felicidad, si existe, es sólo una postura que adopta la propia postura... no se si me quiero explicar.)
¡Hasta otra! El hijo del gran Trump del deber me espera.
Dani T. D. 24/1/2020
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