Pasan cinco minutos, te levantas. Envejeces. Te preguntas cómo y no sabes qué contestar. Luego te vuelves a vestir de ti mismo. ¡Qué asco!, piensas. Quizás te gustaría ser otro. ¿Pero quién? Es tan difícil o tan fácil. Porque, claro ser ya otro, en cierta forma, es continuar siendo uno mismo. Continuar sudando la absurda tinta de la existencia.
O sea, una triste y ridícula máscara, que a veces ríe.
Sí, ríe para no llorar. O para llorar con más intensidad. Reír, ¿llorar... acaso importa? si es lo mismo.
Más tarde, ya en la oficina, te ofuscas con la realidad. La intentas disolverla en el café: ¡Hija de la gran puta!, no hay manera. Luego lo vuelves a intentar arrojándola por la taza del váter, tras tirar de la cadena. Pero te echas a tras, quizás causaría una grave incidencia.
O no.
Luego sigues envejeciendo, siguiendo el argumento de la obra, como una máscara de nadie a la deriva entre el azar y el deseo.
Dani T. D. 16/2/20223
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