Hubo una época, ya algo lejana, que cada dos por tres me subía a un escenario para hacer una pequeña función. Normalmente eran textos que medio escribía y medio improvisaba.
El escenario me gustó desde el principio. Enseguida lo reconocí como mi verdadero hogar, nación o como lo queráis decir. Es como cuando descubrí la lectura o la contemplación.
Llegué a tener un éxito discreto, con la posibilidad de ganarme la vida con ello.
Ahí arriba me metía en la piel de un otros yoes, que nada tenían que ver con egos prefabricados para la supervivencia más mediocre.
Cada vez que subía a un escenario, decía el texto que me había aprendido. Era otro sin dejar de ser yo: dejando de ser uno mismo para ser con más autenticidad. Por mis venas notaba, desde el escenario, que la vida era más vida. Que por un espacio de tiempo de una hora y media todo tenia sentía. Me desnudaba sin dejar de ser máscara, una máscara de actor.
Pero sólo era comediante los fines de semanas, y alguna noche en que me llamaban de algún sitió. Por el día iba a trabajar a una oficina ordenando facturas, cogiendo teléfonos y confeccionando estadísticas y otras tediosas informes.
En aquella época vivía de alquiler con una chica que tocaba el violín y escribía cuentos para niños. Oficialmente (que palabra más horrible) no éramos pareja, sólo compartía piso y su alquiler. Pero en un en ciertas ocasiones compartimos algo más. Nos lo pasamos muy bien, y reímos mucho. Pero Sara era tan libre como yo y, no quisimos forzar situaciones más allá de cierta complicidad y armonía. No se si se me tiende. Aunque a veces la echo de menos, porque era una persona maravillosa.
Fueron casi cinco años de vida loca, libre y bohemia. Vivía el presente. Me imaginaba viviendo de mis espectáculos. Tenía muchas ideas sobre monólogos. Algunas las escenifiqué.
Sobre el escenario me lo pasaba genial, y más cuando el público reía. Hacer teatro es la hostia, no hay nada igual.
Luego toda acabó. Quizás me entró miedo, yo qué sé. El caso es que Sara se fue junto a los monólogos, el teatro y la bohemia.
Ahora tengo 52 años. No me he casado, sigo currando en la misma oficina y en mi tiempo libre paseo, leo y sueño bien despierto. Y aunque descubrí hace tiempo que uno no deja de actuar en la vida ordinaria, a veces siento que todavía estoy en un escenario haciendo reír con mis ocurrencias más disparatadas.
Si algún empresario teatral lee este texto por casualidad que me llamé y hablamos.
Dani T. D. 28/12/2022
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