En la calle, en las tiendas, en las gentes, en las esquinas...por todas partes, hay palabras. Palabras largas, cortas, dulces, saladas. Palabras hechas, poco hechas, con perigil, recalentadas, calladas, prisioneras por voces que no se atreven a decir lo que en verdad sienten.
Verdad. La verdad es otra palabra. Las palabras no dejan de ser metáforas que representan la realidad que se presupone. Las palabras nos ayudan a construir la realidad. La realidad que a su vez es otra palabra. La realidad que, sin duda, esconde (o se esconde de) otras realidades, otras palabras. Podríamos decir que en realidad no hay realidad. O cada cual con su realidad. O la realidad no deja de ser una percepción, un punto de vista, una propuesta con que atar un estado de consciencia.
Consciencia, otra palabra. ¿Hasta qué punto uno es consciente? Claro, que hay muchas consciencias, o no. Pues cada cúal allá con su consciencia. O con sus palabras.
Wittgenstein, el filósfo astriaco, dijo (más o menos) que el lenguaje marca los limites de nuestro mundo. Interesante propuesta.
Y es que son las palabras quienes crean (¿O descrean?) nuestro pensamiento. Pensamos respeto al lenguaje que desarrollamos, y entre tanto, nos desarrolla. Porque casi nunca somos individuos hechos del todo. Lo más provable es que seamos náufragos y necesitamos las palabras para matenernos a flote. O quien sabe.
O creemos que necesitamos las palabras y otras cosas. Cuando, lo mas seguro, es que no necesitamos nada.
NADA DE NADA.
O creemos que necesitamos las palabras y otras cosas. Cuando, lo mas seguro, es que no necesitamos nada.
NADA DE NADA.
Dani Torralba Devesa. 9/8/2019
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