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Hace una semana era miércoles. Y en ese miércoles, cuando estaba de camino, al trabajo me sentí de golpe ansioso por llegar, y eso que iba bien de tiempo. Total, que me saqué una lista de palabras que guardaba en bolsillo y la desdoblé. En aquella lista había unas quince palabras. Me fije en la primera que era coche. La leí tres veces para mi: coche, coche, coche. De pronto, no me digaís el porqué, paro un coche ante mi. Un auto impoluto y precioso. Al principio no sospeché nada pues yo seguía andando mi rumbo diario, pero desde aquel automóvil una voz masculina me reclamava por mi nombre. Por inercia, ¿o fue curiosidad?, mi cuello hizo girar mi cabeza en dirección al origen de aquella voz. La voz me invitaba a subir al coche. Así que me subí. Una vez acomodado en el sofá trasero, el conductor que también era el dueño de aquella voz me dijo que me calmara pues me llevaria a dónde quisiera. Que me olvidase de la oficina y de todo lo demás, y me concentrara en lo que de verdad quería. Me puse nerviso, pues sentí que a veces todo toma de golpe una sensatez más que lúcida que quita la respiración. Estube bien a punto de pedir a mi conductor que me llevase a la playa a tomar un whisqui, a escribir versos y a besarme con un mujer que era actriz de teatro, y que sabia que me estaba esperando. Pero bajé del coche y seguí mi camino hasta la puta oficina de siempre. Soy cabardemente valiente (¿ o valientemente cobarde?), por no quise tentar a la suerte, por si acaso.
Desde entonces no hago más listas de palabras, las hago de signos ortográficos y de grafitis.
Dani T. D. 2/5/2019
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