Me quedé sin palabras, y no supe hacia dónde seguir.
Era casi medio día y estaba en mi puesto de trabajo, sacando faena. Mientras el tiempo pasaba lentamente, dejándo oir su sofisticado titac desde un sonido más bien sordo y ya de paso, hipnotizante. Cuando de repente caí en la cuenta: ¿qué hacia ahí, en ese insólito y de paso decadente lugar? De entrada trabajar para ganar un poco de pasta (un poco de pasta basta). Pero seguí sin entender que hacía yo allí.
De hecho cuando horas después al fin regresaba a casa, y después de recoger a mi hijo del colé, me senté en una silla frente al televisor encendido y seguía sin entender absolutamente nada de que hacía ahora en aquel piso, con un niño que llevaba mis genes (¡pobre criatura!). Cuando regresó al fin Filomena, mi mujer, después de la jornada de trabajo, me besó y me preguntó por el dia. Bien como siempre, le contesté. Pero por dentro todo eran preguntas, arenas movedizas, quejidos, perplegidad, fragmentos de una canción de Jose Luís Perales.
Desde los diciocho años, más o menos, todo lo venia haciendo de forma mecánica porque tocaba, o eso creia. Imitaba a mis padres, a mis amigos, a mis enemigos, a mis hermanos, al idiota que cada maña me saludaba (y a día de hoy me sigue saludando) desde el espejo del cuarto de baño.. Al principio creía que estaba viviendo un vida singular, satisfactoria, incluso feliz, hasta el día de ayer
El caso es que ayer (como cantaba el bueno de Mcartney) me di cuenta de que la vida es quizás una ficción inalcanzable, que apenas rozamos con los dedos, y que a diario asistimos a una asimétrica discordia existencial que disuade nuestros impulsos más vitales, aunque sigamos envolviendo nuestra frustración en papel de planta, en forma de bocata de mortadela.
Al fin todo parece indicar que nada es lo que parece, o quizás todo se parezca demasiado, como la intelectual de Belen Pestevan a una bolsa inmensa de basura llena de nada.
Hasta pronto.
Dani Torralba, 3 diciembre 2015
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