Me levanto de la cama. Salgo de
la habitación y percibo unos grados menos. Me alivio. Deambulo por la casa con
cuidado. No quiero despertar a nadie, pero las pisadas, que durante el día
permanecían mudas, susurran ahora palabras ininteligibles.
Me siento. Enciendo una luz. Leo
algo. Pienso. Me pinto las uñas de azul. No sé qué hacer para matar el tiempo.
Imagino relatos y empiezo a escribir esto.
Unas moscas se acercan y me mosquean.
Su zumbido impertinente me impide concentrarme. Busco el matamoscas. Quiero
silencio. Absoluto silencio.
El tic-tac del reloj me advierte
que el tiempo pasa, pasa, pasa y no puedo hacer nada, nada, nada por evitarlo.
A lo lejos se oye el ladrido e unos perros. Parecen enfadados. El insomnio
tiene sus riesgos.
Me asomo a la ventana, pero no
consigo verlos. Me quedo parada, observando las luces de las farolas. Me
pregunto por qué están encendidas a estas horas de la madrugada. No lo
encuentro necesario en un pueblo pobre y pequeño.
Me pregunto si será por miedo, si
seremos como esas minúsculas moscas que necesitan la luz, si mi verborrea
nocturna resultará tan pesada como su zumbido, si vendrá alguien con el matamoscas
y se hará el silencio. El absoluto silencio.
El reloj sigue avanzando y aquí
estoy yo, no sé si ganando o perdiendo el tiempo. Decido correr el riesgo y
termino este cuento, que me ha quedado de un color azul oscuro, pero brillante
e intenso. Como mis uñas. El sudor ataca de nuevo.
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