El despertador sonó a la hora
acostumbrada. Con la mano derecha, tanteó la mesilla de noche hasta alcanzarlo
y apagarlo. “¡Ay, cállate ya, pesado, que eres un pesado!”, le dijo con la
naturalidad de quien bosteza. “Qué raro, son las ocho y no entra ni medio rayo
de sol por la persiana, y mira que está agujereada. Debe de hacer un día horrible”.
Este pensamiento, en principio tan inocente, le golpeó en la frente como cien
toneladas de sangre. Sin quererlo, o tal vez queriéndolo, se había dado un gran
motivo para no levantarse de la cama. Lástima que fuera lunes y hubiera que ir
a trabajar. Lástima.
Sacó los pies de la colcha y
buscó sus zapatillas de casa, pero lo cierto es que no veía absolutamente nada.
Por un momento, pensó que se había equivocado al poner la hora de alarma. Un
vistazo a la mesilla de noche le sacó de dudas. “Joder, debe de estar
montándose la tormenta del siglo”. Se sacudió la pereza lo mejor que pudo y se
incorporó lenta y pausadamente, como un viejo cubierto de achaques y penas.
Tiró de la cuerda de la persiana
y la sorpresa fue mayúscula: ¡eran las ocho y cuarto de la mañana y no había
amanecido, en pleno mes de junio! Abrió totalmente la persiana y asomó la
cabeza por la ventana. “No puede ser, no puede ser que sea de noche. ¡Ay, mi madre,
que ha llegado el día del juicio final o yo he perdido la cabeza!”. La verdad
es que acaban de suceder las dos cosas.
Bueno, la cabeza ya la había
perdido hace tiempo, pues hacía meses que se acostaba, dormía, se levantaba y vivía
como un autómata. En algún lugar de su cerebro, tal vez la parte más
inteligente que le quedaba, alguien había decidido que era mejor no pensar en
la vida descolorida e insípida que llevaba. Hacía tiempo que no sabía por qué
trabaja en donde lo hacía, por qué vivía donde vivía y por qué se juntaba con
la gente que se juntaba. Hacía tiempo que los días se habían vuelto grises, sin
brillo, vacíos, inertes.
“¿Y qué hago yo ahora?, se
preguntaba la parte menos inteligente de su cerebro. ¿Espero a que abran la
oficina y pregunto qué coño pasa, o me voy y me presento allí como si no sucediera
nada? El sol también tiene derecho a un día tonto, ¿o no?”. Lo cierto es que no
sabía si reír o llorar, así que optó por lo primero, sin saber por qué. La vida
a veces se decide en fracciones de segundo, y esa “decisión” era la prueba de
ello.
El sonido de sus carcajadas le
asustó un poco. No se reconocía en ellas. Tal vez hacía demasiado tiempo que no
se reía de sí mismo, de su vida, de su no-vida, de todo… Eso le dio qué pensar.
¡Atención, paren máquinas, que Juan se ha parado a pensar en el sentido de su
vida! Después de perder la cabeza y encontrarla, se acercaba el momento del
juicio final.
Sentado en el sofá, incapaz de
tomar una decisión, las carcajadas fueron cuajando y metamorfoseándose en
lágrimas tan espesas que Juan pudo percibir con nitidez el sabor a decepción y
a sal. Y cómo le escocían… Sentía como si las gotas estuvieran resquebrajando
una vieja máscara, construida a golpe de talonario e hipocresía. Sí, el juicio
final había comenzado y Juan tenía todas las papeletas para convertirse en el
único culpable del fracaso de su vida. Al menos ahora era consciente de que
llevaba años viviendo en la más absoluta oscuridad.
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